Detrás de uno de los hallazgos más importantes de la medicina, hubo varios científicos enemistados que lucharon por el crédito del descubrimiento de la insulina.
Cuando el teléfono de Frederick Banting sonó una mañana de octubre de 1923, era la llamada que muchos científicos sueñan con recibir.
Al otro lado de la línea, un amigo emocionado le preguntó a Banting si había visto los periódicos de la mañana.
Cuando Banting respondió que no, su amigo le dio la noticia: Banting acababa de recibir el premio Nobel por su descubrimiento de la insulina.
Banting le dijo a su amigo que «se fuera al infierno» y colgó el auricular.
Luego salió y compró el periódico de la mañana. Efectivamente, allí, en los titulares, vio en blanco y negro que sus peores temores se habían hecho realidad.
Era cierto que había recibido el Nobel, pero también se lo habían dado a su jefe, John Macleod, profesor de fisiología en la Universidad de Toronto.
Así empieza una historia de egos monstruosos, rivalidades profesionales tóxicas e injusticias. Pero claro, hay otro personaje en este drama: la propia diabetes.
Según un informe reciente de la Organización Mundial de la Salud, alrededor de 9 millones de personas con diabetes tipo 1 están vivas hoy en día gracias a la insulina.
Yo soy uno de ellos y fue mi propio diagnóstico impactante de esta enfermedad, hace poco más de diez años, lo que me llevó por primera vez a investigar el descubrimiento de la insulina, el medicamento que debo inyectarme varias veces al día durante el resto de mi vida.
«El mal de mear»
La diabetes deriva su nombre de la palabra griega antigua para «fluir», una referencia a uno de sus síntomas más comunes y por el cual el médico inglés del siglo XVII Thomas Willis (1625-1675) le dio el nombre mucho más memorable de «mal de mear».
Pero los viajes frecuentes al baño eran la menor de las preocupaciones de un paciente.
Antes del descubrimiento de la insulina, un diagnóstico de diabetes tipo 1 significaba una muerte segura.
Incapaces de metabolizar el azúcar de los carbohidratos en su dieta, los pacientes se debilitaban gradualmente hasta que, debido a la producción de compuestos tóxicos conocidos como cetonas, entraban en coma y morían.
Incluso a principios del siglo XX, poco se podía hacer con los pacientes con esta afección, aparte de someterlos a una dieta de hambre que, en el mejor de los casos, podría retrasar lo inevitable.
No es de extrañar entonces que los médicos se sorprendieran con el descubrimiento de una hormona que podría devolver los azúcares elevados en pacientes diabéticos a niveles saludables e incluso sacarlos del coma.
Y dado que se producía a partir de pequeños parches de tejido en forma de islotes en el páncreas, a esta sustancia se le dio el nombre de «insulina», derivado del latín para «isla».
Cuando el eminente médico estadounidense especializado en diabetes Elliott Joslin usó por primera vez la insulina para tratar a sus pacientes a principios de 1922, quedó tan asombrado por su poder que la comparó con la «Visión de Ezequiel», el profeta del Antiguo Testamento que se dice que vio un valle de huesos secos levantarse, revestirse de carne y volver a la vida.
El colega de Joslin, Walter Campbell, quedó igualmente impresionado, pero fue mucho menos poético.
Describió los crudos extractos pancreáticos como «fango marrón espeso».
Y aunque el fango marrón y espeso estaba salvando vidas, muy pronto se hizo evidente que también podía acabar con ellas.
Si se inyectaba en la dosis incorrecta, provocaría que los niveles de azúcar en la sangre del paciente se desplomaran, lo que causaría un shock hipoglucémico y la posibilidad de un coma fatal.
Para los periódicos, sin embargo, la insulina fue aclamada como un milagro. Y los elogios rápidamente comenzaron a inundar a su descubridor.
Banting recibió una carta del primer ministro canadiense Mackenzie King otorgándole una pensión vitalicia del gobierno de Canadá; fue invitado a inaugurar la Exposición Canadiense (honor reservado a «un distinguido ciudadano canadiense o británico») e incluso fue convocado a una audiencia en el Palacio de Buckingham con el rey Jorge V.
Después vino el premio Nobel.
¿Por qué tan enojado?
Pero ¿por qué Banting estaba tan furioso? En lo que a él respectaba, tener que compartir el premio con Macleod no era solo una farsa, sino un insulto.
Pensó que Macleod no tenía derecho alguno a reclamar el descubrimiento de la insulina, como lo deja muy claro una entrada de su diario escrito en 1940:
Macleod, por otro lado, nunca fue de fiar. Era el hombre más egoísta que he conocido. Buscó todas las oportunidades posibles para progresar. Si le decías algo a Macleod por la mañana, estaría publicado o en una conferencia en su nombre por la noche… No tenía escrúpulos y robaba una idea o crédito por el trabajo de cualquier fuente posible.
Y, sin embargo, si no hubiera sido por Macleod, es posible que Banting nunca hubiera recibido el Nobel en primer lugar y probablemente hubiera seguido siendo un médico de cabecera que sobrevivía ajustadamente en la provincia de Ontario.
Después de su regreso a Canadá desde el frente occidental como un héroe de guerra herido, Banting descubrió que su carrera iba cuesta abajo rápidamente.
Se había formado como médico y esperaba establecer una práctica médica privada. Pero tales esperanzas parecían evaporarse rápidamente, y se encontró cocinando sus comidas con un mechero Bunsen, escribiendo recetas para alimentos para bebés y ni siquiera podía pagar una ida al cine.
Las esperanzas de una carrera alternativa como pintor de paisajes se desvanecieron rápidamente cuando sus esfuerzos creativos fueron recibidos con desdén por parte de un comerciante local.
En todas las direcciones en las que miraba, Banting veía un mundo hostil.
Este también resultó ser el caso en su primer encuentro con Macleod.
Banting se había acercado a él con lo que creía que era un enfoque novedoso para aislar la tan buscada hormona antidiabética producida por el páncreas y con la que finalmente se podría controlar la diabetes.
Pero en lugar de ser recibido con entusiasmo ilimitado, Banting recordó que Macleod escuchó durante un rato y luego comenzó a leer algunas cartas en su escritorio.
No era que a Macleod le faltara entusiasmo. Más bien, simplemente le preocupaba que, aunque Banting tenía la inspiración para el trabajo, carecía de las habilidades quirúrgicas especializadas para llevarlo a cabo.
Sin embargo, le dio a Banting el beneficio de la duda y dispuso que comenzara a trabajar con Charles Best, un estudiante de último año destacado.
Desde entonces, su asociación ha sido descrita como «una colaboración histórica», aunque, como Banting recordó más tarde, no tuvo el mejor comienzo.
Porque cuando encontró algunas discrepancias serias en algunos de los datos iniciales de Best, sentó las reglas en términos inequívocos:
Lo estaba esperando, y al verlo le di una severa reprimenda. Pensó que él era el designado de Dios y de Macleod, pero cuando [yo] terminé de hablar él ya no estaba seguro… Nos entendimos mucho mejor después de este encuentro.
Una vez solucionados estos problemas iniciales, Banting y Best trabajaron duro en el laboratorio durante todo el verano de 1921, elaborando extractos pancreáticos y probando sus efectos sobre los niveles de azúcar en la sangre de perros diabéticos.
Banting puede haber sido áspero con Best, pero para sus perros de laboratorio no tenía nada más que amor y cariño:
Nunca olvidaré a ese perro mientras viva. He visto morir a pacientes y nunca he derramado una lágrima. Pero cuando ese perro murió, quería estar solo porque las lágrimas caían a pesar de cualquier cosa que hiciera.
Con Macleod en Europa durante el verano, Banting le escribió muy emocionado para contarle sus últimos resultados. Pero su respuesta fue una decepción.
Macleod señaló amablemente que algunos de los resultados experimentales eran inconsistentes y carecían de los controles adecuados.
A su regreso al final del verano, Macleod le informó a Banting que la Universidad de Toronto no podía aceptar una lista de sus demandas de más espacio y recursos de laboratorio.
Banting entonces salió furioso de la sala diciendo «le mostraré a ese pequeño hijo de p*** que él no es la Universidad de Toronto», y amenazando con llevar su trabajo a otra parte.
A fines de 1921, las cosas habían empeorado. Macleod sintió que era hora de que Banting y Best presentaran su trabajo en público en una conferencia científica formal.
Pero cuando Banting se presentó ante la Sociedad Estadounidense de Fisiología en la Universidad de Yale ese diciembre, el prestigio de la audiencia le causó una crisis de nervios.
Su presentación fue un desastre. Más tarde escribió:
Cuando me llamaron para presentar nuestro trabajo, casi me quedé paralizado. No podía recordar ni podía pensar. Nunca antes había hablado ante una audiencia de este tipo, estaba sobrecogido. No lo presenté bien.
Desesperado por arrebatar la victoria de las garras de la derrota, Macleod intervino, se hizo cargo y él terminó la presentación.
Para Banting, este fue un golpe descarado de Macleod para robarle el crédito de haber descubierto la insulina.
Y para echar sal en la herida, había dado ese golpe frente a los médicos más eminentes del campo.
Esto confirmó las crecientes sospechas de Banting de que la insulina se le estaba escapando de las manos, y necesitaba desesperadamente reafirmar su autoridad sobre el descubrimiento.
La oportunidad de hacer precisamente eso llegó en enero de 1922.
Cuando el padre de Leonard Thompson, de 14 años, llevó al niño al Hospital General de Toronto, este estaba al borde de la muerte por diabetes tipo 1.
Banting describió cómo la enfermedad del niño lo había dejado «mal alimentado, pálido, con un peso de 29 kilos, cabello que se le caía, olor a acetona en el aliento… parecía aburrido, hablaba bastante despacio, muy dispuesto a estar acostado todo el día».
Un estudiante de último año de medicina dio un pronóstico contundente y sombrío: «Todos nosotros sabíamos que estaba condenado».
En la tarde del 11 de enero de 1922, le inyectaron a Thompson 15 ml de extracto pancreático que había sido preparado por Best.
Las esperanzas eran altas, pero el efecto fue decepcionante.
A pesar de causar una caída del 25% en los niveles de azúcar en la sangre de Leonard, continuó produciendo cetonas, una señal segura de que el extracto solo tenía un efecto antidiabético limitado.
Pero mucho más grave fue el hecho de que el extracto había desencadenado una reacción tóxica que resultó en la erupción de abscesos en el lugar de la inyección.
Al informar sobre este trabajo en la Revista de la Asociación Médica Canadiense, Banting y Best llegaron a la triste conclusión de que «no se evidenció ningún beneficio clínico» con la inyección de su extracto.
Dos semanas después, el 23 de enero, inyectaron a Thompson una vez más. Y esta vez, el resultado fue completamente diferente.
Cuando publicaron su trabajo, el equipo de Toronto registró que Thompson «se volvió más brillante, más activo, se veía mejor y dijo que se sentía más fuerte».
Sus niveles de azúcar en la sangre se redujeron notablemente. Pero quizás el resultado más importante de todos fue que esta vez no hubo efectos secundarios tóxicos.
«Le daría un puñetazo»
Entonces, ¿qué había cambiado en esas dos semanas?
La respuesta fue que este segundo lote de extracto no había sido preparado por Banting y Best sino por su colega James Collip.
Collip era bioquímico de formación y con su experiencia había podido eliminar suficientes impurezas del extracto pancreático crudo para que, cuando se inyectara, no causara una reacción tóxica.
El secreto del éxito de Collip fue el alcohol. Banting y Best habían usado alcohol para limpiar sus preparaciones de impurezas, pero fue Collip quien realmente descifró el método para hacer un extracto que pudiera usarse para tratar con éxito a un paciente sin reacciones adversas.
También había descubierto que aunque la insulina podía salvar vidas, también podía acabar con ellas.
Porque cuando Collip inyectó parte de su preparación purificada en animales sanos, se volvieron convulsivos, comatosos y finalmente murieron.
Esto se debió a que las preparaciones de Collip ahora eran tan puras que estaban provocando en los animales un choque hipoglucémico.
Este es un peligro que a todos los pacientes con diabetes tipo 1 se les enseña hoy a reconocer y también, nuevamente gracias al trabajo de Collip, a saber cómo remediarlo con un poco de azúcar de acción rápida.
Para Banting, sin embargo, los descubrimientos de Collip no fueron motivo de celebración sino una nueva amenaza.
Cuando Collip se mostró reacio a divulgar los secretos de su éxito, el temperamento de Banting se desbordó:
Lo agarré con una mano por el abrigo al frente y casi levantándolo lo senté con fuerza en la silla. No recuerdo todo lo que se dijo, pero recuerdo haberle dicho que tenía suerte de ser mucho más pequeño, porque de lo contrario, «lo mandaría al infierno noqueado».
Mientras se hundía más en un enconado estado de miedo y sospecha, Banting comenzó a calmar sus nervios con alcohol robado del laboratorio. «Creo que no hubo una sola noche durante el mes de marzo de 1922 en la que me acosté sobrio», dijo.
Dos meses después, cuando Macleod hizo el primer anuncio formal del descubrimiento de la insulina al mundo científico en una reunión de la Asociación de Médicos Estadounidenses en Washington, Banting no estuvo presente. Afirmó que no podía pagar el billete del tren.
Pero Banting no fue la única persona que quedó furiosa por la decisión del comité del Nobel. Había otro experto más que podía afirmar que descubrió la insulina, más de 20 años antes que los canadienses.
La tragedia de Georg Zuelzer
En 1908, el médico alemán Georg Zuelzer había demostrado que los extractos pancreáticos no solo podían reducir los azúcares y las cetonas en la orina de seis pacientes diabéticos, sino también sacar al menos a uno de esos pacientes del coma diabético.
Al llamar a su preparación «Acomatol», Zuelzer estaba tan seguro de su eficacia en el tratamiento de la diabetes que incluso había presentado una patente.
El trabajo de Zuelzer se detuvo con la Primera Guerra Mundial.
Al igual que Banting y Best, él también se había enfrentado a problemas con los efectos secundarios.
Las impurezas en la preparación habían causado fiebre, escalofríos y vómitos en los pacientes y Zuelzer sabía que esto tendría que superarse si Acomatol alguna vez se iba a usar clínicamente.
Pero también sabía cómo hacerlo, porque en su patente había explicado cómo se podía usar el alcohol para eliminar estas impurezas.
Para 1914, las cosas parecían esperanzadoras. Zuelzer ahora contaba con el apoyo de la farmacéutica suiza Hoffman La Roche y, lo mejor de todo, sus preparaciones no causaban signos de fiebre, escalofríos o vómitos.
Pero entonces Zuelzer observó algunos efectos secundarios nuevos y graves.
Los animales de prueba se volvían convulsivos y, a veces, entraban en coma. Y antes de que Zuelzer tuviera la oportunidad de averiguar qué estaba pasando, ocurrió el desastre.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano boreal de 1914, la investigación de Zuelzer sobre la insulina se detuvo abruptamente y nunca se recuperó.
Luego, casi una década después, llegó la noticia de que el premio Nobel había sido para Banting y Macleod. Este fue un golpe severo, y fue seguido rápidamente por otro.
Solo ahora Zuelzer se dio cuenta de que los efectos secundarios de las convulsiones y el coma no se debían a las impurezas, sino a los síntomas del choque hipoglucémico que surgían de una preparación de insulina que era tan pura que estaba causando un colapso catastrófico en los niveles de azúcar en la sangre.
No es de extrañar que los historiadores Paula Drügemöller y Leo Norpoth hayan comparado a Zuelzer con un personaje de una tragedia griega.
Tenía una potente preparación de insulina en sus manos, solo para que circunstancias fuera de su control se la arrebataran.
«Ese hijo de p*** de Best»
Entonces, ¿por qué no recordamos a Zuelzer? Según el difunto historiador Michael Bliss, la respuesta tiene mucho que ver con Charles Best, quien, al igual que Zuelzer, se sintió dolido por el premio otorgado a Banting y Macleod.
Cuando Banting escuchó por primera vez que había recibido el Nobel, envió un telegrama a Best, que estaba en Boston en ese momento, diciendo: «Los fideicomisarios del Nobel nos han otorgado el premio a Macleod ya mí. Tú estás conmigo en mi parte siempre».
Fiel a su palabra, anunció públicamente que compartiría la mitad de su premio de C$20.000 con Best.
Pero si Banting esperaba que esto le ofrecería a Best algún consuelo por no haber compartido el premio, estaba equivocado.
El resentimiento de Best por haber sido pasado por alto comenzó a irritar a Banting.
En 1941, poco antes de abordar un vuelo en una misión secreta en tiempos de guerra a Reino Unido, Banting dejó en claro que su anterior generosidad hacia Best había desaparecido hacía mucho tiempo:
Esta misión es arriesgada. Si no vuelvo y le dan mi cátedra [de facultad] a ese hijo de p*** de Best, nunca descansaré en mi tumba.
Sus palabras resultaron ser trágicamente proféticas. Poco después del despegue, el avión de Banting se estrelló y murió.
Como Macleod había muerto en 1935, Best y Collip eran los únicos miembros que quedaban del equipo de investigación original de Toronto que había descubierto la insulina.
Y Best estaba decidido a que su nombre fuera recordado. Pero para afirmar su reclamo sobre el descubrimiento de la insulina, Best necesitaba aclarar exactamente cuándo había ocurrido.
¿Había sido durante el verano de 1921 cuando, trabajando solos, él y Banting habían aislado extractos pancreáticos que podían reducir los niveles de azúcar en la sangre en un perro diabético?
¿O había sido en enero de 1922, cuando Leonard Thompson había sido tratado con éxito por primera vez?
Si era esto último, entonces Best tenía que lidiar de alguna manera con el hecho inconveniente de que había sido la preparación de Collip, no la suya, la que en realidad se había utilizado para tratar con éxito a Leonard Thompson.
A medida que la estrella de Best comenzó a ascender en los círculos médicos norteamericanos, daba muchos discursos en los que, si mencionaba la contribución de Collip, esta era minimizada o utilizada solo para resaltar el papel crucial que Best había desempeñado en la recuperación de la producción de insulina después de que Collip hubiera perdido temporalmente el secreto de su purificación.
Best insistió en que el momento crucial en la historia de la insulina había sido cuando a Leonard Thompson le inyectaron por primera vez el 11 de enero de 1922 un extracto elaborado por él mismo y Banting.
El hecho de que el momento real del éxito terapéutico fuera dos semanas después, cuando el niño había sido tratado con la preparación de Collip, fue minimizado convenientemente.
Al mismo tiempo, Best también afirmó que la innovación crucial de usar alcohol para eliminar las impurezas tóxicas había sido en gran parte suya.
Posteriormente iría aún más lejos al insistir en que la insulina se había descubierto durante el verano boreal de 1921 cuando él y Banting habían estado trabajando solos, probando sus extractos en perros diabéticos, mucho antes de que Collip llegara a Toronto.
Mientras tanto, la respuesta de Collip fue en gran medida de silencio estoico.
Convenciendo al mundo
Best parecía haber asegurado finalmente su lugar en la historia médica.
Al menos eso parecía hasta finales de la década de 1960, cuando recibió una carta que le dio otro golpe al nido de avispas.
Esta reveló que durante el verano boreal de 1921, justo cuando Banting y Best se embarcaban en su propia investigación, un científico rumano llamado Nicolai Paulescu ya había publicado experimentos similares en una revista científica europea.
Pero el trabajo científico de Paulescu se ha visto eclipsado desde entonces por la fea revelación de su política antisemita y el papel que desempeñó en la incitación al Holocausto en Rumania.
Cuando se le preguntó a Best si investigadores como Paulescu, Zuelzer y un puñado de otros, como el científico de Rockefeller, Israel Kleiner, merecían algún crédito por el descubrimiento de la insulina, su respuesta dijo mucho:
Ninguno de ellos convenció al mundo de lo que tenían… Esto es lo más importante en cualquier descubrimiento. Tienes que convencer al mundo científico. Y nosotros lo hicimos.
Michael Bliss, que ha escrito extensamente sobre el trabajo de Banting y Best, ha hablado sobre cómo Best parece haber estado «profundamente inseguro y obsesionado con su papel en la historia».
Señala: «Los torpes intentos de manipular el registro histórico habrían sido patéticos y difícilmente dignos de comentario si no hubieran sido tan groseramente injustos con los antiguos socios de Best y, durante un tiempo, tan influyentes».
Oro de Wall Street
Independientemente de los juicios que podamos emitir sobre Best, no se puede negar que había captado una idea crucial sobre una forma importante en la que estaba cambiando la ciencia.
Hacer experimentos en el laboratorio era solo la mitad de la historia: los científicos también tenían que persuadir al resto del mundo del valor de esos experimentos.
Y en el momento de su muerte en 1978, esta era una lección que los científicos se estaban tomando muy en serio.
Ese septiembre, un equipo de científicos del Hospital City of Hope en el sur de California y la incipiente empresa de biotecnología Genentech en San Francisco dieron una conferencia de prensa para anunciar que habían hecho algo increíble.
Desde los días de Banting y Best, los pacientes con diabetes tipo 1 tenían que tratarse a sí mismos inyectándose insulina recuperada de los tejidos de vacas o cerdos como subproducto de la industria cárnica.
Ahora, gracias a la colaboración Genentech/City of Hope podían, por primera vez, inyectarse insulina humana.
Este logro fue una victoria decisiva para ayudar a ganarse los corazones y las mentes de los medios y el público que estaban temerosos de la nueva tecnología. Y a Wall Street también le encantó.
Cuando sonó la campana para abrir las operaciones de la bolsa en la mañana del 14 de octubre de 1980, los corredores se sumergieron en un frenesí para comprar las acciones de la recién lanzada Genentech.
Esto hizo multimillonarios a sus fundadores, el capitalista de riesgo Bob Swanson y el científico Herb Boyer.
Pero la diabetes seguía siendo una enfermedad crónica incurable.
Incluso mientras comparaba su poder con la «Visión de Ezequiel», Elliott Joslin también estaba ofreciendo una severa advertencia: «La insulina es un remedio, el cual es principalmente para los sabios y no para los tontos».
El punto de Joslin era que la insulina solo podía ser efectiva si su uso iba de la mano de disciplina, pensamiento y comportamiento responsable por parte del paciente.
Esta lección también se aplica en otras situaciones, pero muy bien puede ser una que no siempre queramos escuchar.
En declaraciones en la reciente cumbre de la COP26 en Glasgow, el principal asesor científico del gobierno de Reino Unido, Patrick Vallance, señaló que no podemos esperar que la tecnología por sí sola resuelva todos los problemas que enfrentamos.
La verdad es que, por mucho que deseemos que las soluciones tecnológicas hagan todo el trabajo pesado, solo pueden ser efectivas cuando van acompañadas de cambios en nuestro comportamiento.
Esto es tan cierto para controlar la diabetes con insulina como para enfrentar los desafíos de una pandemia a través de vacunas, mascarillas y distanciamiento social, o el cambio climático a través de la captura de carbono, los autos eléctricos y apagar las luces cuando salimos de la habitación.
Y así, a medida que enfrentamos los desafíos del futuro, la historia de la insulina tiene lecciones importantes para todos nosotros.
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