Hace 45 años, se escapó de prisión y pasó 68 horas en libertad. Nunca volvió a intentarlo, por una promesa.
Nunca volvió a intentarlo porque, un día, le prometió a su mamá que no lo haría otra vez. Pero aquellas 68 horas quedaron para siempre en su memoria. Y en la de todo el país. Es que, aunque atragantado, fue su último sorbo de libertad.
Héctor Cámpora había asumido la Presidencia el 25 de mayo, tras una campaña donde los afiches del Frejuli prometían “libertad y amnistía a todos los presos y perseguidos por causas políticas”. Era 1973, claro, y para todo delincuente común eso sonaba como un augurio concreto de que las celdas se abrirían, más tarde o más temprano.
Y casi fue así. En la noche del 25 de mayo, tras la ceremonia de asunción, miles de manifestantes marcharon hasta Devoto a liberar a la fuerza a los presos políticos que había allí. Lo mismo se repitió en otros penales, pese a que ya se tramitaba contrarreloj una ley de amnistía para los detenidos durante la dictadura. En la madrugada siguiente ya había más de 300 en las calles y un aire de libertad sobrevolaba a todas las cárceles argentinas.
La Unidad 9 de La Plata era una de ellas, pero no era una más. El mayor asesino civil de la historia se encontraba alojado allí, aunque su celebridad le impedía soñar para sí el destino colectivo que todos aguardaban.
Quizás por eso, él se buscaría su propia oportunidad de ser libre.
Carlos Eduardo Robledo Puch llevaba poco tiempo como preso, algo menos de un año y medio, pero era el preso más famoso del país. Lo habían detenido el 4 de febrero de 1972 en Villa Adelina por matar al sereno de una ferretería de Tigre y por dejar en el lugar el cadáver de su propio cómplice, Héctor Somoza, a quien le había desfigurado la cara con un soplete pero le había dejado en un bolsillo el documento de identidad. A partir de allí, su propia confesión y la suma de indicios de crímenes previos y repetidos -casi siempre en entradas nocturnas a negocios del norte del Conurbano- le habían puesto su rostro de nene al de un monstruo que conmovía a la Argentina. “El Angel de la Muerte” había bautizado la prensa a sus rulos colorados y sus ojos celestes, apenas lo vincularon con once homicidios y una treintena de asaltos. Por entonces, a sus 20 años, la perpetua era el único destino posible para él.
Robledo Puch, en la ferretería donde mató al sereno y a un cómplice
El sábado 7 de julio de 1973, hace 45 años, Robledo Puch puso en marcha su salida de la cárcel de La Plata. Con su compañero de celda, un procesado por homicidio calificado llamado Rodolfo Alberto Sica, acordaron aprovechar un festejo que se realizaría ese día en el penal. Una versión sostiene que los presos estaban celebrando la próxima liberación de uno de ellos; otra, que la reunión tenía que ver con la amnistía que se había dictado y con la posibilidad de que se extendiera.
Como fuera, ellos la eludieron. Robledo Puch dijo que estaba sufriendo un ataque de esa enfermedad que lo condicionaba desde chico, el asma, y Sica acusó una descompostura. Ambos fueron a parar a la Enfermería del penal, adonde pasaron el día y se prepararon para aprovechar la noche.
Y las distracciones de la vigilancia.
En la madrugada del 8 de julio, Robledo Puch y Sica salieron de la Enfermería cargando un par de sábanas anudadas en cuyo extremo habían atado un gancho. La niebla de aquel invierno helado los ayudó a cruzar el patio hasta un alambrado coronado por púas sin que los viera ningún guardia, algo que en los diarios del día siguiente despertaría todo tipo de suspicacias. Treparon el cerco y lo sortearon sin grandes problemas, para correr por otro terreno abierto hasta llegar al muro perimetral. Eligieron un punto preciso, quizás estudiado de antemano, entre dos garitas y bajo las sombras de un reflector quemado. Calzaron el gancho en el extremo superior y empezaron a izarse.
Entonces sí, los vieron. Un guardia los adivinó en las alturas y logró acertarle una ráfaga de ametralladora a Sica, que cayó al piso del lado de adentro. Robledo Puch, en cambio, cayó hacia afuera. “Perdió su saco y un nebulizador para asmáticos, pero logró perderse en las sombras”, destacaría Clarín, en una nota titulada con dramatismo: “Escapó el Asesino ‘Niño’: Cara de Ángel Puch vuelve a emboscarse en las sombras de la Ciudad”.
La edición de Clarín del 9 de julio de 1973
El asesino más prolífico de la historia corrió diez cuadras y llegó hasta la parada del colectivo 518, que apareció bastante rápido.
-Me acaban de asaltar, no tengo plata. Lléveme, por favor, le dijo al chofer, Omar Lanfranchi. -Eran cinco tipos, me sacaron el saco y toda la plata que llevaba. Después de golpearme me tiraron a una zanja, insistió, según la reconstrucción del colectivero, y así justificó el hecho de estar todo embarrado. -Hágame el favor, lléveme, no me dejaron ni una moneda.
La cara de nene lo ayudó a conmover al chofer. Y los rulos podados por la afeitadora del penal le disimularon la identidad. Lanfranchi no pidió más datos: lo llevó hasta la Estación La Plata del ferrocarril Roca, en calle 1 y 43.
-Gracias, muchas gracias, le repitió varias veces Robledo Puch antes de bajar.
Entró a la estación, se coló en un tren y llegó hasta Plaza Once. De allí se fue en colectivo para Puente Saavedra, ya en su territorio más conocido, el del la zona norte de la Provincia.
En un primer momento, la Policía parecía desorientada.“Trascendió esta madrugada que el peligroso delincuente estaría cercado por fuerzas policiales en una villa de emergencia en Monte Chingolo, Lanús”, publicaría Clarín el 9 de julio, día feriado.“Su captura, según esa versión, sería inminente”.
Pero nada de lo que se decía oficialmente podía frenar los miedos. Vecinos de barrios porteños llamaban a la Policía aterrados, asegurando haberlo visto. En Floresta, contaron los diarios, un farmacéutico se negó a venderle jarabe para la tos a un joven veinteañero, convencido de que su ropa desgarrada disimulaba a la del prófugo, y llamó al Comando Radioeléctrico. Una chica creyó verlo en el subte y otra, robando un kiosco. Los del Conurbano norte juraban que volvería a visitar a sus padres porque, decían, ya lo hacía en secreto durante los 17 meses que llevaba preso. “¿Volverá a matar? ¿Podrán detenerlo?”, se preguntaba Clarín. “Su historia está escrita con sangre inocente”, se respondía, en una nota titulada “Cara de Ángel, inasible: pierden su rastro”.
No estaba tan lejana la recaptura. En la noche del 10 de julio, luego de que durmiera en obras y vagara por distintas calles, un patrullero que recorría Olivos lo ubicó cerca de las 21.30 sobre avenida del Libertador, a metros de la calle Sturiza. Era la esquina de la confitería Munich. Robledo Puch vio a la Policía y se metió en el local, caminó 12 metros hasta el fondo y trató de escapar por una puerta lateral. Conocía el lugar a la perfección, pero durante su encierro la otra salida había sido clausurada. Volvió hacia el frente y salió con los brazos en alto.
-No tiren, rogó. -Soy Robledo Puch.
“Final de una pesadilla: Cayó Robledo Puch”, tituló Clarín. Lo llevaron a la Brigada de Martínez y una multitud se juntó en la puerta. El juez Víctor Sasson, el mismo que lo había procesado, fue a verlo allí. También su madre, Aída Habedank, quien llegó acompañada de su abogado, Rodolfo Gutiérrez.
“Vi la muerte de cerca cuando el guardia me disparó una ráfaga de ametralladora. Después todo anduvo bien”, habría comentado Robledo Puch en la Brigada, según Clarín. “En Puente Saavedra tuve la suerte de encontrar una obra en construcción y allí me refugié. En un rincón y usando unos papeles y cartones como cama me dormí enseguida. El pecho me dolía”, habría agregado.“Estuve allí todo el domingo y el lunes. Esta mañana salí temprano y caminé hasta el momento en que me encontraron”. Muchos años después, en el libro El Ángel Negro (de Rodolfo Palacios), agregaría que en realidad pasó una noche en la casa de la familia de un preso donde supuestamente comió “polenta con tuco, pan, vino y soda”. También, que había ido a ver el desfile por el 9 de julio a la avenida Libertador.
A la 1.30 de la madrugada del 11 de julio, su mamá y su abogado salieron de la Brigada y enfrentaron a la prensa.
-Mi hijo está bien. Él me había llamado por teléfono para entregarse, pero la Policía lo agarró antes…, señaló Aída Habedank.
-¿Él le comentó algún crimen?, preguntó un periodista.
-No… nunca me dijo nada. Yo no creo que sea culpable de todo lo que dicen. De algo sí, pero no de todo.
-Entonces ¿usted cree que él nunca mató a nadie?
El abogado Gutiérrez se interpuso.
–Pero ¡por favor! ¿Qué es esto? ¿Le estamos haciendo un juicio a Robledo y poniendo a la madre de fiscal?
En eso salió de la Brigada el entonces jefe de Institutos Correccionales, Roberto Pettinato (padre), quien había llegado para llevarse a Robledo Puch de regreso a La Plata. Frente a los medios, el funcionario encaró a la madre.
-Señora, quédese tranquila que vamos a tratar al chico con todo lo que haga falta. Incluso el doctor (Raúl) Matera ha ofrecido sus servicios y su clínica…
A punto de tornarse bizarra, la escena cambió de repente cuando sacaron a Robledo Puch, con las manos esposadas adelante. El asesino se acercó a Aída Habedank y le dio un beso en la mejilla, según describió Clarín.
-¡Hola, mamá! ¿Cómo estás?
Entre empujones de fotógrafos y camarógrafos, la gente empezó a gritarle “asesino”. Pettinato tomó a Robledo de un brazo y lo subió al auto para regresar a prisión.
Robledo Puch nunca más estuvo en libertad. Hoy sigue detenido, ahora en el penal de Sierra Chica, y es el preso más antiguo de la historia argentina. Lleva 46 años entre las rejas, tiempo en el que no volvió a intentar una fuga. En 2006, Clarín lo entrevistó allí y le preguntó por qué no había vuelto a intentarlo:
-Yo nunca me fugué de acá porque se lo prometí a mi mamá. Un día vino y yo estaba raro. Me preguntó qué me pasaba, si tenía fiebre. Hasta que dijo: “Ya sé, te querés escapar”. Le respondí: “¿Cómo supiste?”. Y le prometí que no iba a fugarme nunca.
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