Dora María Téllez, legendaria guerrillera de la revolución sandinista, relata a EL PAÍS su cautiverio en el temido penal de El Chipote en Managua
Como parte del “inhumano” plan de torturas psicológicas a la que el régimen de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, sometió a la vieja camarada Dora María Téllez, guerrillera de leyenda y Comandante Dos del sandinismo, estaba la prohibición de saber la hora. Así que ella ideó un sistema: pegaba bien la cabeza a una de las paredes de su celda, la número 1 de la galería de aislamiento de varones en la que pasó un año y ocho meses en la cárcel de El Chipote, en Managua, uno de los correccionales más infames de América Latina, y miraba hacia arriba. Así, trataba de descifrar los secretos de la luz natural “completamente tenue”, “que no dejaba ver bien la mano” y se colaba por el único respiradero de un cubículo sin ventanas de 6×4 metros del que no le estaba permitido salir. “Ahora deben de ser las 11″, se decía, “falta poco para el baño”.
Aquella fue la única manera de ordenar sus interminables días hasta que llegó otro preso, Álex Hernández (500 días en el infierno de El Chipote). “El chavalo era un genio de la precisión horaria”, dice ella. Veía desde su celda, la 4, “cómo la luz del sol entraba al pedacito de pasillo”. “Yo le susurraba: ‘Álex, qué hora es’. Él contestaba: ‘Las 10.15”, recordó Téllez este viernes en una entrevista con EL PAÍS. “Un día, uno de los guardias, que tenían prohibido portar reloj para no darnos pistas, se fue al baño, sacó el suyo y, a hurtadillas, me lo confirmó: ‘No sé cómo lo hace: ¡Son las 10.15 en punto!”.
Téllez también aspira a ser precisa con sus 605 días en el infierno, así que coge la libreta y el bolígrafo de los periodistas y dibuja un plano del lugar en el que pasó su terrible cautiverio. “La celda tenía ocho metros de altura, que interrumpía un terrado de concreto”, explica, sentada con ese porte elegante que solo da la resistencia en el vestíbulo de un hotel cercano al aeropuerto internacional de Dulles. Es el lugar en el que el Departamento de Estado de Estados Unidos alojó este jueves de urgencia a los 222 presos políticos, excarcelados por el régimen de Ortega y su esposa Rosario Murillo para deportarlos rumbo a Washington en un avión chárter. Pocas horas después, mientras surcaban los cielos hacia la libertad, llegó la última represalia: la Asamblea Nacional alteró la constitución para despojarlos de la ciudadanía nicaragüense.
Entre el grupo de los desterrados, hay periodistas, políticos, empresarios, estudiantes y campesinos, pero el símbolo más poderoso es seguramente Téllez. “Lo peor de todo eran las tardes en El Chipote. Durísimas”, continúa la exguerrillera. Las mañanas, al menos, se iban en hacer ejercicio: tres horas diarias: “Fortalecimiento de cuádriceps, rutinas básicas de karate…”. Cada día caminaba en círculos ocho kilómetros, “80 vueltas, 15 metros cada vuelta”, cuenta mientras dibuja otro diagrama. Se volvió una obsesión tan grande que acabó lesionándose un pie.
Al fin y al cabo, era la única distracción posible. Historiadora de profesión, “lectora por necesidad vital”, le prohibieron leer y escribir. Tampoco podía tener libros, papeles, ni lápices. “Dormíamos sobre una colchoneta lisa, sin nada, en el suelo frío. No nos daban toallas, nos secábamos poniéndonos la ropa encima. Eran torturas psicológicas constantes. A mí nunca me torturaron físicamente, el tratamiento de los trabajadores de las prisiones era amable y eficaz; es el tratamiento del régimen de Ortega-Murillo el que es inhumano. Hice el cálculo: de los 1.440 minutos del día más o menos hablaba solo durante un minuto, si sumaba todos los intercambios breves con los guardias. Acabé perdiendo la voz, así que me dedicaba a cantar bajito para contrarrestar esa pérdida”. El régimen de visitas era “otra forma de tortura”. “Al principio estuve tres meses sin ver a nadie, tampoco a mi abogado. Luego, dos meses, un mes, 40 días; la manera en la que las organizaban era muy errático”.
Huelga decir que todas esas medidas carcelarias están prohibidas por las convenciones internacionales de derechos humanos. “Aunque lo más terrible”, admite Téllez, “era el aislamiento. Las mujeres que estábamos en El Chipote estábamos todas aisladas. Ellas, en otra galería, pero Ana Margarita [Vijil], Tamara [Dávila], Suyén [Barahona] y yo estuvimos siempre en ese régimen. A los hombres nunca los tenían más de dos meses así”. ¿Por qué esa diferencia? Ante la pregunta, Téllez hace el gesto mudo de disparar un fusil. “Cariño especial”, bromea. “Eso es el odio visceral hacia las mujeres de los Ortega-Murillo”.
La disciplina que adquirió en sus años como guerrillera, que le dieron fama mundial cuando Gabriel García Márquez la inmortalizó en su crónica Asalto al Palacio, sobre el legendario acto de resistencia a la dictadura de Somoza en 1978, le sirvieron para afrontar el cautiverio. Ahí dentro le ayudaba también pensar en “la resistencia cotidiana”. “Sabía que tenía que aguantar, era mi manera de derrotar a Ortega cada día. Cada día que no me lesionaba mentalmente, cada día que no defecaba en la celda. Que no me ahorcaba. Cada vez que tuve entrevistas e interrogatorios se lo dije clarito y pelado a los funcionarios. Esto está pensado para acabar con nosotros mental y emocionalmente. ‘¿Y ustedes qué es lo que quieren?’, les preguntaba. ‘Están buscando que me ahorque con los barrotes”.
Téllez detalla a continuación la lista de efectos que el régimen de aislamiento puede tener sobre la salud. Es una lista basada en su experiencia: “Trastornos de ansiedad, profundos trastornos de sueño (aunque yo me duermo a placer), trastornos para defecar, trastornos alimenticios, enfermedades de la piel, migrañas, problemas de pigmentación, pérdida de dientes, pérdida de visión, pérdida de equilibrio. Ahora debo andarme con cuidado, si me voy de un lado puedo acabar en el suelo”.
Uno de los peores momentos del cautiverio llegó durante la noche en la que su excompañero de armas, el Comandante Uno, el general retirado Hugo Torres, tuvo una recaída en su celda, la número seis, en el extremo opuesto del pasillo. “Oí la bulla y me asomé a los barrotes; vi un movimiento de los oficiales”, recuerda ella. “Alguien corría. Abrieron la celda y un oficial algo corpulento, joven, salía cargando a Hugo. Me di cuenta que eso no era un desmayo, que era otra cosa: el brazo izquierdo estaba exánime…”, narra Téllez. Al rato devolvieron a Torres a su celda. Después, no le brindaron atención médica necesaria en El Chipote, y volvió a recaer. Lo trasladaron a un hospital, donde murió. Aquél, dice Téllez, fue un golpe tremendo.
Cuando este miércoles la avisaron para que se apurara y se quitara el uniforme azul de presa, al principio pensó que tal vez la estaban preparando para una entrevista. Luego, cuando fueron pasando las horas, empezó a sospechar: “Nos sacaron a la 1.30, ahí ya descarté el resto de los motivos: nos echaban del país. No sabía si a México, Colombia o Estados Unidos”.
En Washington se pudo reunir finalmente con su pareja, que también ha cumplido condena. “El día de la detención me dio un poco de risa cuando los vi entrar [a los policías enviados a apresarlas]. Venían con los AK [por los fusiles de asalto AK-47], chalecos antibalas, botando puertas, en posición de combate. Allí estábamos tranquilamente, esperándolos, con nuestros perritos. Fue todo una fantasía: la fantasía de los que tienen miedo. Una agente me empujó, pero no emplearon más violencia”.
Una vez en Estados Unidos, dice que planea continuar en la lucha desde este lado del mundo. “Ortega pensó que nos iba a doblegar, pero no hubo una sola persona presa que pidiera perdón. Resistimos todos. Toca reorganizarnos y seguir peleando. Yo voy a regresar a Nicaragua, no sé cuándo, pero voy a hacerlo, y a recuperar todas las libertades. A mí nadie me puede quitar la nacionalidad, que tengo como derecho por nacimiento, por un delito que no cometí”, dice.
De momento, se conforma con volver a leer. Le esperan Sapiens, ensayo de Yuval Noah Hariri que tenía pendiente cuando la metieron presa. También tiene pendientes un libro sobre “100 años de diversidad sexual de una historiadora nicaragüense y una científica social estadounidense”, así como volver sobre Historia del siglo XX, de [el historiador marxista británico] Eric Hobsbawn”. La literatura le sirve también para responder a la pregunta de qué cree que ha hecho a Ortega cambiar en los años que hace desde que lo conoce. “Es un análisis que siempre me piden, y yo me resisto a hacerlo; me parece que ni siquiera es relevante. A Ortega habría que contarlo con una de esas biografías profundamente psicológicas de Stefan Zweig: una biografía como Fouché. Se parecen mucho. Fouché no era ni de derechas ni de izquierdas, sino todo lo contrario. Un hombre de poder, esencialmente sin escrúpulos. Eso es lo que es Ortega: un animal de poder sin escrúpulos”.
Otra tarea urgente para Téllez, ahora que ha recobrado la libertad, es “recuperar los amaneceres”, de los que le privaron durante un año y ocho meses. Empezó este mismo viernes. Se despertó temiendo que “todo hubiera sido solo un sueño”, para luego maravillarse desde su habitación del hotel del destierro al ver el sol subir en un espléndido amanecer de Virginia. Uno de esos en los que “el cielo se tiñe completamente de naranja”.